lunes, 25 de abril de 2011

Chopin, Nocturno número 13, op 48/1, Claudio Arrau


Que importante es el poder verle la cara a alguien para entender cómo se siente. Quien observa con la mirada directa no es tanto lo que aparenta ser como lo que entonces pretende atrapar. Claudio Arrau carga en sus ojos el peso que empuja la necesidad, disfruta consigo mismo en el acto inmóvil y humano de prestarse atención, incluso poniendo más interés en el sentimiento propio de percibir que en los sujetos externos que mueven el interés. Quien ya no disfruta como antes con casi nada sólo puede contentarse en la comodidad de la pose que le ofrecen sus propias maneras elegantes. El gusto melancólico de las imágenes nos distrae como nunca, pareciéndonos escuchar a todas horas sus latidos dulces. El aspecto llano de lo clásico pone cota y nombre a lo que ya ha dejado de contraerse en nuestro corazón. Ahora quizá creamos entender algunas cosas mejor que nunca, pero ¿quién puede asomarse a las verdades últimas de algunas cosas a este precio tan elevado? Mas cuando el error sigue tan de cerca nuestro orgullo.

El pintor descubre en sus retratos los rostros que Dios ya tenía dibujados de antemano; son los presentes de todos aquellos que han de sufrir de su dolor. Quien siente el dolor verdadero, el de la carne, el más humano y cierto, no puede levantar siempre su ánimo para que se le admire. Así le ocurre a la mujer, que padece como nunca podría hacerlo un hombre. Esa es su mayor fortuna y en ella habrá de aprender a sentirse feliz. Pero el artista ha de padecer de otra manera, nunca en lo más profundo, siempre sostenido en las cotas puntiagudas de su entendimiento, con las manos manchadas, viejas y extremadamente libres para ejercitarse en su última tarea. Sólo quien haya sufrido en la mayor desesperación y se haya soltado en el camino de esos dolores, podrá expresarse a sí mismo en la magnitud torpe de su obra. De esta manera se habrá hecho querer a unos pocos. Al hombre le corresponde hacerse comprender para que puedan admirarle con el arrobo que sólo él siente merecer, pues le han sido reservadas algunas de las artes como acto manifiesto del amor.
¿ Fue acaso el piano el que le concedió la visión reluciente a Claudio Arrau o ya se sentían sus ojos convalecientes desde el principio?¿Quién necesita de la pintura cuando puede aprovecharse de la inmediatez que ofrece la fotografía?

Glenn Gould manifestó no interesarle demasiado la música de Frederic Chopin; por un oído le entraba y parece que por otro le salía la música del polaco. Pero en verdad esto no le ocurre a ninguna música. La mejor nos será muy difícil retenerla en las primeras escuchas; habrá que cultivarla y de veras necesitarla cuando nos acerquemos a ella. Sólo por ese esfuerzo de la intuición también la recordaremos.
La peor suele agarrarse con tanta facilidad a la memoria que deja a menudo en evidencia nuestra urgente necesidad de ella.
Mas lo importante en ambas será el regusto escueto que nos deje cuando termine.
La música de Chopin, en efecto, se desvanece pronto y puede que en eso resida su particular belleza. En sus mejores momentos tiene tanto ímpetu como una mujer dolida. Pero nada hace más daño como veloz se desvanece el contemplarla. Es la mezcla de la visión de un hombre sobre un sentimiento que no parece muy propio de él. No sabe uno que pensar con la música de Chopin; no sabemos hacia dónde se dirige esa elegancia triste que tan bien queda retratada en la fotografía de Arrau y que a decir verdad, no es más que una pose perfecta; eso es también la música de Chopin y por eso no alcanza las vibraciones últimas del alma.
Tiene su música el encanto de las viejas cajas de música; las que no sabemos muy bien para que sirven pero nos gusta guardar y admirar en secreto. Cada vez que abrimos esta música nos ilusiona con el candor intacto de nuestro pasado más cercano.
Chopin será siempre un músico admiradísimo. Nadie antes que él había ocupado en la música un espacio tan singular y reparador. Nadie había sentido como él, tampoco nadie volverá a hacerlo después. Cuando olvida el artificio romántico y toca con cuidado para sorpresa de niños y mujeres, provoca a los hombres con la hermosa nostalgia de lo que nunca jamás podrán ser.

Hay unos cuantos nocturnos deliciosísimos y nos reconforta volver siempre, no muy a menudo, a esta música de salón vacío con luces y risas ya cansadas, a punto de apagarse. Este largo nocturno op 48/1 es una música perfecta para entrarse con ella a la muerte; es la mejor música de funeral que pueda agradarnos todavía a estas alturas de la vida.

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