Nada es comparable a la música de Juan Sebastián Bach en esta vida cuando se descubre en su entereza la primera vez, cuando parecen escucharse los despertares más íntimos de la alegría sobresaliendo de nuestro espirítu; para repetir una y otra vez el revuelco de amor en esa misma música tan recogida pero de pasión bulliciosa, vital y solemne, tremendamente dolorosa y de extensiones trágicas. Disfrutar de esta música es beber agua cuando se siente la mayor sed para no poder olvidar jamás esa sensación de satisfacción; pues imaginemos esto mismo referido a un sentimiento que desnuda indescriptibles sensaciones en nosotros. ¡Cómo no vamos a encorvarnos ante la grandeza sino por miedo y vergueza de nuestra ignorancia! Los ojos bien cerrrados pero el oido callado pues alguien se pronuncia que sabemos entiende mejor que nosotros. Y somos felices arrugando nuestro rostro, en el silencio quieto de las escuchas, sumidos en el mayor de los ejercicios y de las verguenzas.
Pero los límites de esta tragedia humana están en una música que procede de un personaje nada trágico, presumiblemente práctico y voluntarioso, con apetitos nada temperados y construcciones tan monumentales que sólo pueden deberse a su inteligente amor propio y valía, a una delicadeza hogareña y a una sensibilidad sorda y testaruda.
La traducción al castellano del coro Wachet auf, ruft uns die Stimme tiene para nosotros un interés espúreo aún cuando hubiera sido escrita por el mismo San Juan de la Cruz. La música expresa por sí sola sus propios significados olvidando los pensamientos del hombre que la originan.
Este coro es un buen ejemplo del aura religiosa de Bach y de los síntomas de consuelo nebuloso, la infinita alegría sin mesura y el dolor arrepujado que se contemplan en su obra.
Esta música comienza como quien aprende a escribir, imposible olvidar el olor a cartilla en esos dibujos tiernos y errantes, con la belleza quebradiza de un niño que se levanta sobre sus pies por primera vez.
El acompañamiento al héroe en sus primeros pasos, el apoyo contundente de ese núcleo coral hasta el estrépito de belleza que supone el primer aleluya infantil en la antesala de la madurez, no significan más que el agotamiento musical de los que hemos acompañado la azaña del compositor tan de lejos, que nos duele no poder permanecer más tiempo en los estados que se nos representan.
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