viernes, 30 de septiembre de 2011

La Arietta de Beethoven, Sonata para piano no 32 Op 111 Segundo movimiento. Claudio Arrau


La contemplación sujeta a la tersura de lo absoluto, en éxtasis, recluida en sus mismas paredes, aplicándose o sustrayéndose a algo que no es ella pero que termina dejándola en ella, configura en el alma un desorden tan elegante y respirable, que no pudiera resistirme a su lazo redentor.
La expresión subjetiva de avasalladora negatividad, realidad áspera que nutre a este Beethoven, manifiesta la huida que queda en mismo lugar de diferente manera. Beethoven ha descansado de su carga subjetiva terminando esta música, pues ya no le pesa ni la siente igual que antes. Su obra se presenta autónoma, extraña, la relación con el artista no se vive intensa como cuando se gestaba, tan necesaria de levantar; como si nos hubiéramos desprendido de lo que nos provocaba y nos fuera ahora esa verdad más indiferente. ¿Qué hemos hecho?
Como si tuviéramos que colocar el anuncio en hornacina para liberarnos de la verdad que guarda. Como si nos entregaramos como sujetos a algo mucho más elemental u objetivo. Igual fuese esa obra la visión más amplia que de soltarla nos anudaba.
Nada se echa a vivir si no es perfecto de manera y factura; igual le sucede al arte de Beethoven; la pureza justa de su forma es la negatividad del contenido batido en ella, levantada su silueta ideal en el sordo descanso de la razón.
En este sentido el arte trata de sobrepasar la vida utilizándola. Por la insuficiencia de ella y por el desengaño en que nos sume, la resistimos intuyendo y copiando las formas acabadas que nos ha entregado la realidad en el deber de entenderla, las mismas que tan póbremente podramos expresar.
Nos han forzado más que nunca, hemos palpado los límites de la libertad que esfinges la ofrecieran, siendo ahora menos que nosotros, más muertos y revividos en la aparente síntesis de realidad. Lejos de ser salvadora, nos angustia de nuevo el vacio que se nos presenta.
Por eso Beethoven tuvo que asirse para continuar su obra en los cuartetos de cuerda. Jamás pudo existir un tercer movimiento que justificase el segundo de esta sonata. El primero es arte de otro Beethoven y tampoco preludia nada.
El objeto sobre el que pesa la Arietta parece ser una excusa al bellísimo sentimiento de tristeza del genio. De nuestra inutilidad emocional en vida concebimos formas expresivas en las que recrear la existencia personal.
La expresión inconclusa del artista se fija en la obra de arte cuando ésta se libera al fin. En ella han quedado las tensiones del artista; ahora mira su obra de otra manera y es más dueño de sí mismo aunque no se siente mejor.

Cuando la hospitalidad de la compasión propia se pasea nocturna por las calles, suena esta música de delicado anuncio que impide apreciarse de momento por cortesía. Desconfiando de la particularísima y común belleza que nos encanta con rapidez de sus afectos. Aunque la necesitemos, gocemos en ella doliendo los vacíos que siempre nos deja. Sin embargo la Arietta está hecha de otra madera.
Canturreando los posos amargos que ha dejado. Entonando los marcados pasos que entregan al oido sus alegrías; cómo se resabian en cánticos que no asoman hacia ningún lado, quedando luego conmigo escondidos. Que no se percate desde fuera infausta la dicha sumida en mi garganta; con la humillación que contraría a la música al sentir su apariencia ida.

Preguntados a voces los ojos de Madrid que se cruzan las aceras, he visto el retiro forzoso que dispone la música en los inviernos. Entramos a la casa templada. Ha sido excelente varias veces, y nuestra de veras cuando en ella nos han entendido. La música se dicta en los espacios amplios de señales familiares. Las ventanas las miramos de frente para no necesitarlas; la luz de la lámpara ha de ser al principio poca y a más tardar ninguna. Será la única que infrinja al espacio que habitamos la realidad de las formas. La solería fría ha ocultado su feo y antiguo dibujo. Al comienzo de la Arietta le ha seguido la corriente caliente del radiador que no termina de llenarse. Recuerdo haberla tenido, la Arietta, lo más cerca en el invierno.

Como quien disfruta despertar eternamente, Beethoven se complace espontáneo en la tristeza. Le es tan propio el deleite por salir de ella como el deseo poderoso del dios que pronostica y escribe para que le sepamos.
Esta vez los cubiertos de la cena van a vaciar las variaciones resplandecientes que le siguen, indolentes, con tierra de estaño que no presentía el apetito velado de nuestro músico. Qué tuvo que sentir este hombre en cuanto de ellas salían y en él figuraban inertes, como recién acabadas.
Nunca retornaría a los mismos lugares de la sonata. Las cimas de algunos cuartetos se oponen menos idílicas y de algún modo recelan la humanidad que concluye con la Gran Fuga.
Beethoven sucumbe en su Arietta cuando termina su sonata, en el necesario testimonio que le invade, confía y se aparta de lo que sin fisuras le precede.
Desilusionado de cargamento y sano para poder continuar, termina el movimiento más grande y autónomo de sus sonatas; de las sonatas todas para piano que ahora habitarán huérfanas. ¿Para siempre? Los finales nunca constituyen victorias para aquel que los recorre y siente mudar a su paso el destino.

"De gran humildad y emocionada satisfacción", "rodeado de madres", la música de Claudio Arrau.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Maurice Ravel. Mi madre la oca. El jardín feérico. Monique Hass


El hombre adulto busca la serenidad en los espacios pequeños e inofensivos que se le ofrecen, aquellos lugares donde la savia de la niñez surtía silencios que ahora somos incapaces de recordar. Nuestra ilusión nos concentraba tanto que no reparábamos en nosotros, sino en los saltos cortos de las cosas mismas. Nos emocionaba lo que ocurría despacio y a bien entendíamos nacido para nosotros. La luz sonora de la tarde era la siesta del juego para el resto del mundo, más no para quienes escuchábamos el olor cercano de un solar estéril de muros abiertos y soleados. Tan sólo nos acompañaba, en ese solar apartado, la vigía de los animales domésticos; su elevada talla y el aforismo de su silencio nos parecía solemne y cierto. El mundo efusivo, si fuera a aparecer, inspiraba miedo.

"¡Cuán melodista me siento!" El artesano sensible de la música francesa conservaba el amor púdico y suave en los pequeños autómatas y juguetes mecánicos que coleccionaba como timbres humanos de la casa. El humor rítmico e inesperado provoca la música de un hombre de ánimo callado, deseoso de saltar continuamente a la danza; que suelta su amable grandeza en compañía de los amigos de toda la vida.
La viveza y color irisado de sus orquestaciones son las armas finas de una constitución débil pero de vestimenta pulcra y elegante. La música es reflejo de las estructuras viejas del alma, y la de Maurice Ravel, cuando se resuelve excesivamente compleja, no parece nacer de su escritura; no le es propia a los brillos infantiles de limpio apego. La tensión entre lo que el hombre desea ser y lo que de hecho abarca su vida le produce tremendos dolores que colman los aljibes de agua.
Entre la lucha y las apariencias de grandeza de su preciosista orquestación siembra el más sincero retiro en su mejor música para piano, entrañable y tierna, pues comparte el ánimo de los niños y las inclinaciones débiles de los hombres. Hay algo en este músico que siente haber dejado en el camino y como la prosa de Jules Renard sobre la que compone Ravel sus Historias naturales, "más que dar placer a los hombres querría ser agradable a los animales mismos", ajenos a las peocupaciones y deslices de la libertad.

Su música proteje y se cierne a las formas clásicas en una época de persistentes cambios culturales y a pesar de ello se siente original en su equilibrio hacia el pasado. La herencia cultural de Wagner convive todavía con las novísimas músicas de Schoenberg, Albéniz o Stravinsky. Pero no en Ravel, quien en su mejor arte no se escucha más que a sí mismo.
Su influencia más directa es la obra de Claude Debussy con la que por momentos se confunde, ambos burgueses atraídos del exotismo fin de siglo, plenos de romanticismo tardío y lenguaje impresionista de recurrente y excesiva sugestión; precisamente será ese el mayor de sus encantos.
Ese sugerir constituirá la decadencia compositiva de nuestro siglo y de todos aquellos músicos que no terminan de explicarse y reconocerse en la confusión de sus emociones.
Claude Debussy y Maurice Ravel fraguan junto al ibérico Isaac Albéniz un inconfundible y nuevo estilo pianístico; pero como describe Serge Gut en la Historia de la Música de Beltrando-Patier " frente a la fluidez, la vaguedad e imprecisión de contornos de la música de Debussy, Ravel opone precisón, claridad y contundencia". La fantasía de Ravel nos remite a los horizontes cercanos del niño, a la inmediatez de las estancias alfombradas, al sueño vaporoso de la poesía de infancia.
Ma mère l'Oye es una colección de cinco piezas infantiles sobre cuentos franceses del siglo XVII.
El jardín feérico, con su simplicidad, es la apoteosis de la mejor música francesa.

La interpretación de esta obra solicita los dedos poco relucientes que han de sumergirse en la arena. Busquemos entre los nombres antíguos para que suenen las piezas con las que jugamos. El jardín, si existiese, reverdecería con los restos de agua que queda en la ventana.

viernes, 26 de agosto de 2011

Beethoven. Sonata para piano número 1 op 2.1 Segundo movimiento. Adagio. Glenn Gould



Otra vez esos adagios en Beethoven. Para el músico lleno de presentimiento, lento significa poco más que marchar con cuidado. La mirada del pianista se desliza por los perfiles de la estancia como virgen resonancia de la madera viva. En vano buscaremos fuera la raiz del latido que nos sacude adentro.
En las primeras sonatas de Beethoven ya figuran los aires heroicos que sonaran un poco extraños en la música del último Mozart, pues éste es capaz de introducir en la sinfonía número 40 todas las veleidades de su tercer movimiento con un semblante que no le es propio, pero que tampoco parece incomodarle. Es tal la facilidad que encuentra este músico para enmascarar su rostro, que cualquier expresión parece ajustársele bien. Beethoven, por el contrario, no encontrará más remedio que lidiar con la suya hasta el final.
De los arrestos heróicos podrá valerse Beethoven cuando aprenda a contrarrestar la violencia de su propia naturaleza.
En este espíritu de montaña, las voces de la más fina incertidumbre perseveran entre los intempestivos e ilusos movimientos heróicos de supervivencia, ineludibles a su propio oido pero sin embargo artísticamente injustificados en el nacimiento de la mejor música.
El primer movimiento de esta sonata primera, a pesar de su belleza y originalidad, nos muestra el escorzo épico innecesario que se abastece de los esquemas propios de una época; bien estilizado a los empeños románticos de conflicto y amor pero de contenido dudoso a los disimulos auténticos del hombre.
Nunca es fin en sí misma esa heroicidad de salón y por esa razón no puede interesarnos demasiado. Nace de cara al entrevigado del corral de comedias. Por eso Gould recrea tan de maravilla la farsa de la justa medieval; porque no puede ser bello un sentimiento que no es noble a no ser que se muestre precario, en su tragicómica condición. La mejor manera de representarnos esta precaria heroicidad es empleando la indiferencia atenta, el esbozo rápido y contrastado, la hazaña infausta de pasión demente. Y aunque el timbre del piano de Gould no sea el exigido a tales menesteres, su ajetreo galopante es de largo el más frondoso y valiente de la campiña.

El autético sentimiento heróico busca el cobijo en prado sombrío, afluente y silencioso a la realidad perenne, nunca ensimismado sobre la fuerza que ostenta y que ha de morir, íntegro al padecimiento y flacura del dia. Es, como en este movimiento segundo, de una felicidad angustiosa que se resuelve a lo real, involucrada en la corriente suave del destino.
La tensión se gesta en las meditaciones nobles que resguarda el joven Beethoven. Gould las desentierra removiendo los eternos dolores del alemán.
El adagio en las sonatas de Beethoven  es el silencio ácimo que sigue a la contienda. Aquí se pesan sin prisas los valores  imperecederos de las cosas.

Compuesta esta primera sonata para clavecin o pianoforte nunca hubiera despertado su bellísimo significado bajo esos instrumentos. Tampoco bajo la mano de ningún otro dios.
"Los opus 2 de Beethoven tienen un gran talento dramático, pero también tienen un concepto de movimiento de las voces increíblemente puro, estilo cuarteto, que nunca encontrarás en las sonatas posteriores, salvo quizás en momentos aislados como el primer movimiento del opus 101 o el segundo del 109." Glenn Gould.
Que el compositor pueda no atender en sus propias obras los brillos que sólo son capaces de reflejar algunos intérpretes, es signo del rocío abundante vertido a la mañana.
Beethoven llegaría más tarde a  mostrar predilección por esta obra que atrevida se nutrió de blancura en los estados hondos del hombre. Las sonatas para piano de Beethoven, junto a esa última bagatela y algunas variaciones excelentes, constituyen un recorrido no del todo lógico ni evolucionado hacia el agotamiento de los intentos expresivos del autor en su instrumento predilecto. A pesar del reconocimiento claro que poseen las últimas sonatas, pocas atraviesan el contenido expresivo parco y humano que vierte Beethoven en este movimiento.

martes, 16 de agosto de 2011

J.S.Bach. Motete O Jesu Christ, mein's lebens licht BWV 118 / 231 John Eliot Gardiner. The Monteverdi Choir. The English Baroque Soloists


La visión que el místico nos desvela en su escritura, para ser intensa como la convicción del mundano milagro, debiera enunciarse temprana a él en carne y alma. Por lo menos si anhelamos sentir la misma intensidad; si por el contrario buscáramos la verdad escueta de lo sucedido esa intensidad lo desfiguraría todo, vedándola la emoción que protege nuestro ser. Semejante sugestión le empuja a la música cuando pretendemos explicar como una necesidad lo que hemos sentido como un regalo. Encontrarse sólo en esos momentos es bello por lo que tiene de común la soledad. Cuando aún sentimos nuestro pecho en lo que leve ha ocurrido, llevamos toda su fuerza dentro empujando las palabras.
Nadie ha marcado los pasos de la muerte, poca y significante, como los cerrados labios de Juan Sebastian Bach, nadie ha sugerido la huida más apartada de la vida sin prisa alguna; con las melodías más hermosas de este mundo en ofrecimiento, en la procesión de caras borrosas y bellísimas voces sin sexo.
Lo importante de una vida lo sentimos ya ocurrido en esta música, sin respuesta pero en calma, dolidos hasta el extremo por primera vez sin miedo. Como si todos hubiésemos permanecido en los lugares sagrados, con el deleite justo de la actividad reina, con los sentimientos universales de las milenarias costumbres y los mismos hombres faltos. Si amamos esta música es por alguna razón que a bien ignoramos.
Y cómo un hombre puede cargar con este mensaje de gracia, cómo la soporta y sigue levantándose cada mañana para dejar expuesto su sentimiento de música. Nos sentimos inclinados a llamarle bueno a las prisas de quererle más; pero si en verdad lo hubiera sido no fuera el autor de esta música que abarca los valores tan alejados de la ética.
El deseo nos hace felices o infelices. Bach nos insinúa en su obra de éxtasis que no es felicidad lo que necesita el hombre para sentirse falto de algo. A medida que se comprende mejor una persona o una música dejamos de sentirla intensa por que la portamos sumida en nosotros. El dolor resuena demasiado nuestro cuando creemos perderla.

Motete, cantata o coral tardío de fecha desconocida que compuso o quizá ajustó el cantor como exequias a la muerte de todos. "Señor, cuanto dolor aflige mi alma", es final de lo poco que nos queda junto a esta música reveladora.
La música sacra de Bach que interprete Gardiner con el Coro Monteverdi no suele alcanzar las alturas difusas pero visibles, de honda religiosidad, que abarcan de distinta manera Harnoncourt, Leonhardt o Richter. Pero su arte se muestra excepcional en esta grabación que deberemos guardar como bálsamo.

lunes, 15 de agosto de 2011

Mozart. Sinfonía n.23 K181. Neville Marriner. Academy of St. Martin in the Fields


La singular personalidad de Mozart nos encanta por su perpetua juventud creativa.
Cuando cualquier otro músico alcanza su madurez musical con los vaivenes naturales de la experiencia, la precocidad intelectual de Mozart parece haberle conservado intacta hasta su muerte la bondad de sus caprichos.
La música del austriaco nunca deja de lado la fiesta resuelta y elegante, siempre al ímpetu vertiginoso de la vida apunto de perder su equilibrio; de misteriosa espiritualidad cuando nos quiera ocultar su cosquilleante desverguenza. Su música se siente acabada cuando la escuchamos por primera vez, es inmediata y de apariencia inocente.
Cuando se detenga severo de sus correrías, se mostrará diligente como un muchacho que ignora el mal que los espacios guardan. Mozart apenas levantaría la mirada más allá del divertimento de sus juegos; de ellos nunca se agota, con ellos se divierte mientras atiende los contratiempos ligeros y pasajeros de la naturaleza, incapaces de abolir las alegrías que prepara en sus chispeantes celebraciones.
Pero su música repentina también sabe detenerse; se silencia solemne al escuchar el filo de tradición que guardan las antiguas voces. Esa parada inesperada de quien pareciera no asirse a nada es la aparición madura de la voluntad, del respeto generoso que no puede sino manifestarse distinto bajo un atuendo religioso y solemne.

A la adormidera musical de las interminabes sinfonías de Haydn, Mozart nos despierta con los movimientos vibrantes del siempre nacido; sus intermedias sinfonías nos convidan de alegría con incluso más audacia y belleza que las últimas. Serán las únicas, junto a las de Beethoven, que merezcan guardarse a la verdad consumada de la escucha. No atienden las instrospecciones de Beethoven; estas jóvenes nunca dudan de lo que quieren, también se equivocan más en lo que son; se lanzan breves y desnudas sobre la dicha sedienta de los hombres, pues han sido escritas para embaucar.

Esta minúscula sinfonía, al igual que los conciertos brandemburgueses del cantor, representa a la luz de la concurrencia la fanfarria honda del espíritu. Dónde guardaba Mozart el aire saludable de su música, con qué deseos se le ungió al nacido para que en el minuto 5.13 de esta grabación nos trace el más bello y escueto vals que haya podido imaginar la danza.
Le sigue a continuación una inocente melodía de perdón. Uno de los lugares más bellos y apacibles de nuestra música.
Así como "los grandes sentimientos no deben exacerbarse nunca", Mozart se vuelve de inmediato al cauce que traía.

jueves, 11 de agosto de 2011

Richard Wagner. Acto I. Preludio. Lohengrin. Wilhelm Furtwangler. Filarmónica de Viena


Cuando escuchamos los primeros compases del Benedictus de la Missa solemnis de Beethoven en la grabación de Otto Klemperer con la New Philharmonía, advertimos la insinuante atmósfera de la música venidera de Richard Wagner.
Ha sido Wagner el músico que se atreviera a aglutinar su inventiva musical a la coronación de un arte total que pretende estrechar las esferas más humanas del entendimiento. En esencia, esta tarea heroica se ha reducido a la yuxtaposición de los aspectos musicales con el otro drama literario. Sin ser mejor músico que Mozart, Wagner se empeñó en ser el mayor músico dramaturgo de la historia, y en ese intento tremendo ha podido alcanzar una cima extramusical en parte merecida.
Pudiera parecernos lógico en un principio, que la articulación de dos artes de altura si no idéntica al menos comparable, propiciara el nacimiento de una obra mayor.
La realidad se presenta en cambio de muy diferente manera. Si una trama exigua necesita enriquecerse de cualquier adorno, desde un bello decorado hasta una acertada corriente musical, es verdad que la mejor literatura no admite ni necesita de representación alguna. Tampoco el más refinado teatro. Ninguna de las artes enriquece su manera de expresarse por la ayuda de cualquier elemento ajeno a ella. La lengua específica que emplea cada una de las artes se sentiría emborronada cuando así se sumieran ligadas sus voces.
Nos referimos tan sólo a las más elocuentes manifestaciones del arte.
No perdamos la atención nocturna a la música aunque el autor la haya adornado con sus tragedias. Precísamente la noche debilita los sentidos inservibles; dejemos a la temperatura y al oído que cobren su protagonismo como guardianes de las aguas oscuras del conocimiento.

El intento del músico para abarcar ese arte total convierte el paisaje de su obra en la pintura de un genio musical que se ablanda por momentos a la circunstancia. Wagner era, por encima de todo, un hombre de sensibilidad y aliento musical.
El valor musical de su obra es bastante superior a los residuos de tramoya y enredo que tenemos que soportar si queremos escuchar entera una de sus óperas. Las emociones que nos suscitan las escenas de la tetralogía, si bien tienen su preciado valor excitadas por las fecundas artimañas orquestales, no pueden más que amarillear tempranas la sorpresa que producen.
Cuanto nos deslumbra de verdad en el arte de Wagner procede del brillo tornasolado de su genio; las luces errantes que de su música brotan amenazan con cegarle para que abandone las hueras meditaciones que destila sobre el destino de los hombres.

La epopeya filosófica que penetra la existencia personal de Wagner disuelve su contenido en la marea leal de su música.
Tolvaneras  endemoniadas, despertadas por los dioses para llamar el atrevimiento de los hombres, no deben despistarnos por la espectacularidad de su presencia, pues su aspecto ha sabido arreglarse al contenido de las mismas; en este sentido es una música sabiamente martilleada. Como Nietzsche, era hombre que orquestaba a martillazos.
Pero el hombre justo ha de cuidarse de estos golpes sonoros. Es el contenido nada más el cual permite diferenciar el peso artístico de las obras mayores. Y los gritos más profundos nunca emergen íntegros de los sentimientos de un hombre.

En el traslúcido y puro preludio de Lohengrin, Wagner parece dormir de sus fantasías semánticas y extramusicales. Cuando así lo consigue, a la extenuación de la exhuberancia orquestal, encuentra por fin el lugar propio de descanso para su inteligencia superior, también para su animismo sensual alborotado. Cuando creemos olvidar las leyendas entramos al momento en ellas, fátuos y luminosos para marcar el final trágico, de elegante pérdida, en las viejas estelas. Las victorias no dejan tierra delante para caminar; cada vez le es más difícil al héroe reconocer el sentido por el que discurren las aguas. 
El brillo orquestal sólo puede reconocerse enteramente bello y apaciguado si llega hasta nosotros profundamente desgastado por la distancia que ha recorrido, así nos suena la voz del héroe en las grabaciones históricas. Nunca sentimos desfallecer ni iluminar con más franqueza los más altos brillos de la noche. Miramos desde abajo la llegada de los cansados con sus sonrisas débiles.
Wagner consagró su música con la simbología suntuosa de la naturaleza. La extenuó con una proeza orquestal que parecía digna de los hombres que habían de llegar. Sin embargo, como el superhombre, ninguna personalidad  arrebatadora ha podido manifestarse digno después de él en su inataviable lenguaje.

domingo, 10 de julio de 2011

Isaac Albéniz. Iberia. Corpus Christi en Sevilla. Esteban Sánchez


Antes de la caida del sol comienza en la vieja ciudad andaluza del oro su fiesta agitada del corpus.
Andalucía y la España entera imaginaria se asociarán a esa luz y calor silencioso de la tarde que nutren al sudor las alegrías.
Isaac Albéniz; qué bien nos hiere la maestría de este gerundense españolísimo que se apropia de una cancion popular castellana para revitalizarla y entregarla en su mejor lustre a las fiestas ahora universales de los pueblos de España.
La tarara majareta de Castilla la Vieja hace entrega al momento de su débil nombre propio. La invención del catalán le zarandea el vestido y muda entero su rubor sin alterar nunca los pasos de esta procesión lunática. Al allegro gracioso de un ritmo persistente se anuncian las voces legítimas que llenan las estrechas calles de Sevilla. Se quebranta todo impresionismo en el sincero choque de las gentes y el colorista baile de las respuestas a voces.
Una clara saeta se arenga al silencioso asombro de la muchedumbre y canta tan pertinaz  mensaje que deja de constituirse en impresión para significar una clarividencia bastante más fundada. Ésta, tan solo puede proceder del desarrollo libre pero sólidamente sujeto de la idea musical, la cual ya nunca volverá a presentarse con semejante dignidad a lo largo de nuestro siglo. Albéniz se apropiará, en su mayor tarea, de las libertades de una forma sonata que desarrolla y reexpone los temas siempre bajo una unidad tonal muy cercana al clasicismo.
Felipe Pedrell había revelado en su manifiesto por la música española: "el compositor debe nutrirse de la quintaesencia del canto popular, asimilársela, revestirla de apariencias delicadas."
Albéniz conocía bien todos los paisajes de su España pero también los tientos y diferencias de lo extranjero. Soñaba dar a conocer "a sus paisanos" la verdadera visión y emoción de lo español a través de su música.
Junto al Fandango del Padre Antonio Soler es la Iberia de Albéniz la más trascendente obra para teclado de un español. Desde luego la más importante literatura nacional para piano; lúcida y sobrecargada de un virtuoso y "plateresco" andalucismo español que asombrará el aprecio de los grandes músicos y pensadores franceses de la época. Lucien Rebatet, cual ejemplar francés, acentúa en su esencial historia de la música el aprendizaje que pudo asimilar el músico español del nuevo "medio armónico" y tonal que había creado Claude Debussy. También sugiere las influencias de Maurice Ravel. Pero la verdad es que las distancias artísticas son desmedidas cuando comparamos las mejores obras francesas de esta época con la Iberia de Albéniz.
Las doce piezas de Iberia fueron compuestas entre 1906 y 1908. Los preludios de Debussy son posteriores, entre 1910 y 1912. A diferencia de unas concisas, austeras, entrecortadas y luminosas impresiones, el catalán acuña su morada sensible con la descripcion ágil y el ornamento significativo. Los recursos pianisticos se ensanchan como su propia chaqueta desvelando las nuevas posibilidades sonoras que siempre oculta cualquier instrumento.

El Corpus Christi en Sevilla es nuestra obligada comunión musical, un arrebato que se expulsa desde el imaginario cántico de la tarara; es testimonio de la dorada y calurosa fe de nuestro pueblo en las fiestas tiránicas, absurdas e inocentes que configuran nuestro carácter. Todo lo demás no es fiesta ni es arte.
Al final de esta fiesta religiosa escuchamos los pasos expirantes que alejándose desalojan el alma de su sentido. La noche nos huele al romero esparcido y mojado.

El extremeño Esteban Sánchez supera en este disco las interpretaciones sofisticadas de Alicia de Larrocha. A pesar de presentarse menos refinado en los timbres y matices de su visión, permanece completamente atento al grosor y cuidado del recado. Y sin usar de la escritura fina de Larrocha entendemos mejor las intenciones y padecemos su ahogo en el apremio y vigor del discurso.