domingo, 11 de septiembre de 2011

Maurice Ravel. Mi madre la oca. El jardín feérico. Monique Hass


El hombre adulto busca la serenidad en los espacios pequeños e inofensivos que se le ofrecen, aquellos lugares donde la savia de la niñez surtía silencios que ahora somos incapaces de recordar. Nuestra ilusión nos concentraba tanto que no reparábamos en nosotros, sino en los saltos cortos de las cosas mismas. Nos emocionaba lo que ocurría despacio y a bien entendíamos nacido para nosotros. La luz sonora de la tarde era la siesta del juego para el resto del mundo, más no para quienes escuchábamos el olor cercano de un solar estéril de muros abiertos y soleados. Tan sólo nos acompañaba, en ese solar apartado, la vigía de los animales domésticos; su elevada talla y el aforismo de su silencio nos parecía solemne y cierto. El mundo efusivo, si fuera a aparecer, inspiraba miedo.

"¡Cuán melodista me siento!" El artesano sensible de la música francesa conservaba el amor púdico y suave en los pequeños autómatas y juguetes mecánicos que coleccionaba como timbres humanos de la casa. El humor rítmico e inesperado provoca la música de un hombre de ánimo callado, deseoso de saltar continuamente a la danza; que suelta su amable grandeza en compañía de los amigos de toda la vida.
La viveza y color irisado de sus orquestaciones son las armas finas de una constitución débil pero de vestimenta pulcra y elegante. La música es reflejo de las estructuras viejas del alma, y la de Maurice Ravel, cuando se resuelve excesivamente compleja, no parece nacer de su escritura; no le es propia a los brillos infantiles de limpio apego. La tensión entre lo que el hombre desea ser y lo que de hecho abarca su vida le produce tremendos dolores que colman los aljibes de agua.
Entre la lucha y las apariencias de grandeza de su preciosista orquestación siembra el más sincero retiro en su mejor música para piano, entrañable y tierna, pues comparte el ánimo de los niños y las inclinaciones débiles de los hombres. Hay algo en este músico que siente haber dejado en el camino y como la prosa de Jules Renard sobre la que compone Ravel sus Historias naturales, "más que dar placer a los hombres querría ser agradable a los animales mismos", ajenos a las peocupaciones y deslices de la libertad.

Su música proteje y se cierne a las formas clásicas en una época de persistentes cambios culturales y a pesar de ello se siente original en su equilibrio hacia el pasado. La herencia cultural de Wagner convive todavía con las novísimas músicas de Schoenberg, Albéniz o Stravinsky. Pero no en Ravel, quien en su mejor arte no se escucha más que a sí mismo.
Su influencia más directa es la obra de Claude Debussy con la que por momentos se confunde, ambos burgueses atraídos del exotismo fin de siglo, plenos de romanticismo tardío y lenguaje impresionista de recurrente y excesiva sugestión; precisamente será ese el mayor de sus encantos.
Ese sugerir constituirá la decadencia compositiva de nuestro siglo y de todos aquellos músicos que no terminan de explicarse y reconocerse en la confusión de sus emociones.
Claude Debussy y Maurice Ravel fraguan junto al ibérico Isaac Albéniz un inconfundible y nuevo estilo pianístico; pero como describe Serge Gut en la Historia de la Música de Beltrando-Patier " frente a la fluidez, la vaguedad e imprecisión de contornos de la música de Debussy, Ravel opone precisón, claridad y contundencia". La fantasía de Ravel nos remite a los horizontes cercanos del niño, a la inmediatez de las estancias alfombradas, al sueño vaporoso de la poesía de infancia.
Ma mère l'Oye es una colección de cinco piezas infantiles sobre cuentos franceses del siglo XVII.
El jardín feérico, con su simplicidad, es la apoteosis de la mejor música francesa.

La interpretación de esta obra solicita los dedos poco relucientes que han de sumergirse en la arena. Busquemos entre los nombres antíguos para que suenen las piezas con las que jugamos. El jardín, si existiese, reverdecería con los restos de agua que queda en la ventana.

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