viernes, 30 de septiembre de 2011
La Arietta de Beethoven, Sonata para piano no 32 Op 111 Segundo movimiento. Claudio Arrau
La contemplación sujeta a la tersura de lo absoluto, en éxtasis, recluida en sus mismas paredes, aplicándose o sustrayéndose a algo que no es ella pero que termina dejándola en ella, configura en el alma un desorden tan elegante y respirable, que no pudiera resistirme a su lazo redentor.
La expresión subjetiva de avasalladora negatividad, realidad áspera que nutre a este Beethoven, manifiesta la huida que queda en mismo lugar de diferente manera. Beethoven ha descansado de su carga subjetiva terminando esta música, pues ya no le pesa ni la siente igual que antes. Su obra se presenta autónoma, extraña, la relación con el artista no se vive intensa como cuando se gestaba, tan necesaria de levantar; como si nos hubiéramos desprendido de lo que nos provocaba y nos fuera ahora esa verdad más indiferente. ¿Qué hemos hecho?
Como si tuviéramos que colocar el anuncio en hornacina para liberarnos de la verdad que guarda. Como si nos entregaramos como sujetos a algo mucho más elemental u objetivo. Igual fuese esa obra la visión más amplia que de soltarla nos anudaba.
Nada se echa a vivir si no es perfecto de manera y factura; igual le sucede al arte de Beethoven; la pureza justa de su forma es la negatividad del contenido batido en ella, levantada su silueta ideal en el sordo descanso de la razón.
En este sentido el arte trata de sobrepasar la vida utilizándola. Por la insuficiencia de ella y por el desengaño en que nos sume, la resistimos intuyendo y copiando las formas acabadas que nos ha entregado la realidad en el deber de entenderla, las mismas que tan póbremente podramos expresar.
Nos han forzado más que nunca, hemos palpado los límites de la libertad que esfinges la ofrecieran, siendo ahora menos que nosotros, más muertos y revividos en la aparente síntesis de realidad. Lejos de ser salvadora, nos angustia de nuevo el vacio que se nos presenta.
Por eso Beethoven tuvo que asirse para continuar su obra en los cuartetos de cuerda. Jamás pudo existir un tercer movimiento que justificase el segundo de esta sonata. El primero es arte de otro Beethoven y tampoco preludia nada.
El objeto sobre el que pesa la Arietta parece ser una excusa al bellísimo sentimiento de tristeza del genio. De nuestra inutilidad emocional en vida concebimos formas expresivas en las que recrear la existencia personal.
La expresión inconclusa del artista se fija en la obra de arte cuando ésta se libera al fin. En ella han quedado las tensiones del artista; ahora mira su obra de otra manera y es más dueño de sí mismo aunque no se siente mejor.
Cuando la hospitalidad de la compasión propia se pasea nocturna por las calles, suena esta música de delicado anuncio que impide apreciarse de momento por cortesía. Desconfiando de la particularísima y común belleza que nos encanta con rapidez de sus afectos. Aunque la necesitemos, gocemos en ella doliendo los vacíos que siempre nos deja. Sin embargo la Arietta está hecha de otra madera.
Canturreando los posos amargos que ha dejado. Entonando los marcados pasos que entregan al oido sus alegrías; cómo se resabian en cánticos que no asoman hacia ningún lado, quedando luego conmigo escondidos. Que no se percate desde fuera infausta la dicha sumida en mi garganta; con la humillación que contraría a la música al sentir su apariencia ida.
Preguntados a voces los ojos de Madrid que se cruzan las aceras, he visto el retiro forzoso que dispone la música en los inviernos. Entramos a la casa templada. Ha sido excelente varias veces, y nuestra de veras cuando en ella nos han entendido. La música se dicta en los espacios amplios de señales familiares. Las ventanas las miramos de frente para no necesitarlas; la luz de la lámpara ha de ser al principio poca y a más tardar ninguna. Será la única que infrinja al espacio que habitamos la realidad de las formas. La solería fría ha ocultado su feo y antiguo dibujo. Al comienzo de la Arietta le ha seguido la corriente caliente del radiador que no termina de llenarse. Recuerdo haberla tenido, la Arietta, lo más cerca en el invierno.
Como quien disfruta despertar eternamente, Beethoven se complace espontáneo en la tristeza. Le es tan propio el deleite por salir de ella como el deseo poderoso del dios que pronostica y escribe para que le sepamos.
Esta vez los cubiertos de la cena van a vaciar las variaciones resplandecientes que le siguen, indolentes, con tierra de estaño que no presentía el apetito velado de nuestro músico. Qué tuvo que sentir este hombre en cuanto de ellas salían y en él figuraban inertes, como recién acabadas.
Nunca retornaría a los mismos lugares de la sonata. Las cimas de algunos cuartetos se oponen menos idílicas y de algún modo recelan la humanidad que concluye con la Gran Fuga.
Beethoven sucumbe en su Arietta cuando termina su sonata, en el necesario testimonio que le invade, confía y se aparta de lo que sin fisuras le precede.
Desilusionado de cargamento y sano para poder continuar, termina el movimiento más grande y autónomo de sus sonatas; de las sonatas todas para piano que ahora habitarán huérfanas. ¿Para siempre? Los finales nunca constituyen victorias para aquel que los recorre y siente mudar a su paso el destino.
"De gran humildad y emocionada satisfacción", "rodeado de madres", la música de Claudio Arrau.
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