jueves, 11 de agosto de 2011

Richard Wagner. Acto I. Preludio. Lohengrin. Wilhelm Furtwangler. Filarmónica de Viena


Cuando escuchamos los primeros compases del Benedictus de la Missa solemnis de Beethoven en la grabación de Otto Klemperer con la New Philharmonía, advertimos la insinuante atmósfera de la música venidera de Richard Wagner.
Ha sido Wagner el músico que se atreviera a aglutinar su inventiva musical a la coronación de un arte total que pretende estrechar las esferas más humanas del entendimiento. En esencia, esta tarea heroica se ha reducido a la yuxtaposición de los aspectos musicales con el otro drama literario. Sin ser mejor músico que Mozart, Wagner se empeñó en ser el mayor músico dramaturgo de la historia, y en ese intento tremendo ha podido alcanzar una cima extramusical en parte merecida.
Pudiera parecernos lógico en un principio, que la articulación de dos artes de altura si no idéntica al menos comparable, propiciara el nacimiento de una obra mayor.
La realidad se presenta en cambio de muy diferente manera. Si una trama exigua necesita enriquecerse de cualquier adorno, desde un bello decorado hasta una acertada corriente musical, es verdad que la mejor literatura no admite ni necesita de representación alguna. Tampoco el más refinado teatro. Ninguna de las artes enriquece su manera de expresarse por la ayuda de cualquier elemento ajeno a ella. La lengua específica que emplea cada una de las artes se sentiría emborronada cuando así se sumieran ligadas sus voces.
Nos referimos tan sólo a las más elocuentes manifestaciones del arte.
No perdamos la atención nocturna a la música aunque el autor la haya adornado con sus tragedias. Precísamente la noche debilita los sentidos inservibles; dejemos a la temperatura y al oído que cobren su protagonismo como guardianes de las aguas oscuras del conocimiento.

El intento del músico para abarcar ese arte total convierte el paisaje de su obra en la pintura de un genio musical que se ablanda por momentos a la circunstancia. Wagner era, por encima de todo, un hombre de sensibilidad y aliento musical.
El valor musical de su obra es bastante superior a los residuos de tramoya y enredo que tenemos que soportar si queremos escuchar entera una de sus óperas. Las emociones que nos suscitan las escenas de la tetralogía, si bien tienen su preciado valor excitadas por las fecundas artimañas orquestales, no pueden más que amarillear tempranas la sorpresa que producen.
Cuanto nos deslumbra de verdad en el arte de Wagner procede del brillo tornasolado de su genio; las luces errantes que de su música brotan amenazan con cegarle para que abandone las hueras meditaciones que destila sobre el destino de los hombres.

La epopeya filosófica que penetra la existencia personal de Wagner disuelve su contenido en la marea leal de su música.
Tolvaneras  endemoniadas, despertadas por los dioses para llamar el atrevimiento de los hombres, no deben despistarnos por la espectacularidad de su presencia, pues su aspecto ha sabido arreglarse al contenido de las mismas; en este sentido es una música sabiamente martilleada. Como Nietzsche, era hombre que orquestaba a martillazos.
Pero el hombre justo ha de cuidarse de estos golpes sonoros. Es el contenido nada más el cual permite diferenciar el peso artístico de las obras mayores. Y los gritos más profundos nunca emergen íntegros de los sentimientos de un hombre.

En el traslúcido y puro preludio de Lohengrin, Wagner parece dormir de sus fantasías semánticas y extramusicales. Cuando así lo consigue, a la extenuación de la exhuberancia orquestal, encuentra por fin el lugar propio de descanso para su inteligencia superior, también para su animismo sensual alborotado. Cuando creemos olvidar las leyendas entramos al momento en ellas, fátuos y luminosos para marcar el final trágico, de elegante pérdida, en las viejas estelas. Las victorias no dejan tierra delante para caminar; cada vez le es más difícil al héroe reconocer el sentido por el que discurren las aguas. 
El brillo orquestal sólo puede reconocerse enteramente bello y apaciguado si llega hasta nosotros profundamente desgastado por la distancia que ha recorrido, así nos suena la voz del héroe en las grabaciones históricas. Nunca sentimos desfallecer ni iluminar con más franqueza los más altos brillos de la noche. Miramos desde abajo la llegada de los cansados con sus sonrisas débiles.
Wagner consagró su música con la simbología suntuosa de la naturaleza. La extenuó con una proeza orquestal que parecía digna de los hombres que habían de llegar. Sin embargo, como el superhombre, ninguna personalidad  arrebatadora ha podido manifestarse digno después de él en su inataviable lenguaje.

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