lunes, 15 de agosto de 2011
Mozart. Sinfonía n.23 K181. Neville Marriner. Academy of St. Martin in the Fields
La singular personalidad de Mozart nos encanta por su perpetua juventud creativa.
Cuando cualquier otro músico alcanza su madurez musical con los vaivenes naturales de la experiencia, la precocidad intelectual de Mozart parece haberle conservado intacta hasta su muerte la bondad de sus caprichos.
La música del austriaco nunca deja de lado la fiesta resuelta y elegante, siempre al ímpetu vertiginoso de la vida apunto de perder su equilibrio; de misteriosa espiritualidad cuando nos quiera ocultar su cosquilleante desverguenza. Su música se siente acabada cuando la escuchamos por primera vez, es inmediata y de apariencia inocente.
Cuando se detenga severo de sus correrías, se mostrará diligente como un muchacho que ignora el mal que los espacios guardan. Mozart apenas levantaría la mirada más allá del divertimento de sus juegos; de ellos nunca se agota, con ellos se divierte mientras atiende los contratiempos ligeros y pasajeros de la naturaleza, incapaces de abolir las alegrías que prepara en sus chispeantes celebraciones.
Pero su música repentina también sabe detenerse; se silencia solemne al escuchar el filo de tradición que guardan las antiguas voces. Esa parada inesperada de quien pareciera no asirse a nada es la aparición madura de la voluntad, del respeto generoso que no puede sino manifestarse distinto bajo un atuendo religioso y solemne.
A la adormidera musical de las interminabes sinfonías de Haydn, Mozart nos despierta con los movimientos vibrantes del siempre nacido; sus intermedias sinfonías nos convidan de alegría con incluso más audacia y belleza que las últimas. Serán las únicas, junto a las de Beethoven, que merezcan guardarse a la verdad consumada de la escucha. No atienden las instrospecciones de Beethoven; estas jóvenes nunca dudan de lo que quieren, también se equivocan más en lo que son; se lanzan breves y desnudas sobre la dicha sedienta de los hombres, pues han sido escritas para embaucar.
Esta minúscula sinfonía, al igual que los conciertos brandemburgueses del cantor, representa a la luz de la concurrencia la fanfarria honda del espíritu. Dónde guardaba Mozart el aire saludable de su música, con qué deseos se le ungió al nacido para que en el minuto 5.13 de esta grabación nos trace el más bello y escueto vals que haya podido imaginar la danza.
Le sigue a continuación una inocente melodía de perdón. Uno de los lugares más bellos y apacibles de nuestra música.
Así como "los grandes sentimientos no deben exacerbarse nunca", Mozart se vuelve de inmediato al cauce que traía.
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