miércoles, 13 de abril de 2011

Mozart, sonata para piano número 14, K.457, Adagio. Glenn Gould





Podemos leer en algunos buenos libros que la idiosincrasia desmesurada de Glenn Gould no se acomoda al espíritu musical de las obras para piano de Mozart. A este supuesto espíritu imaginamos que se acomoda mejor el sonido ortodoxo, limpísimo, de Maria Joao Pires, por ejemplo en el Andante de la Sonata KV.545, que en verdad nos agrada y es capaz de embelesar el gusto musical del bebé más exigente.
Nos disgustan algunas opiniones cuando escuchamos tocar a Glenn Gould la obra de Mozart con la mayor suavidad imaginable y en exceso nos emociona. Esa suavidad, es verdad, puede llegar a sonar en algunos momentos como se suceden los golpes en nuestras paredes.
A nosotros no nos interesan tanto las emociones que los hombres pudieron tener como las emociones que los artistas fueron capaces de expresar. Y para poder expresar el alma que guardaba un compositor en su seno, el intérprete ha de apropiarse necesariamente de ese sentimiento sin medida que se dejó tan sólo insinuado en la partitura; una vez adueñado de él y, por tanto, elaborado, modificado, podrá hacerlo entender a quien le prestara atención. Las cosas han de estar insertas muy dentro de uno para reconocer como suenan. Los impulsos ciertos que guían una composición no siempre han quedado reflejados del mejor modo en la partitura.
Esa apropiación es la que sentimos como bella o desagradable en la música, y afortunadamente nunca será exactamente igual a la primera del compositor. Muchas veces sentimos que un intérprete ha mejorado las interpretaciones del mismo compositor. Bach tuvo que tocar, por olvido o maestría, de distinta manera cuando interpretaba las mismas obras escritas de su mano. Hoy no estamos acostumbrados a estas diferencias como tampoco lo estamos a los compositores vivos. Confiemos nada más en la música que sale de aquellos músicos que la ejecutan y presintamos lo que dejan sin decir.

No existe músico al piano que mejor se acomode a la imaginación resuelta del joven austriaco, que se tome más liberalidades sobre la marcha de la música y que sepa sonreírle con fría velocidad a la batalla.
Gould se rasgaba las vestiduras del entendimiento, sin despeinarse damasiado y sin abandonar del todo la compostura, cuando escuchaba pronunciar que el mayor genio de la música había sido Mozart.
Mozart no puede ocupar los primeros lugares de la música por la pureza eterna que lo ilumina. Su disimulo malicioso nos cae simpático.
No tuvo más remedio la historia que hacerle morir joven para dar coherencia vital a su personal música; formalmente exquisita, de la mayor elegancia imaginable, de apariencia y disfraz inmaculado, siempre descubierta, con la ingenuidad hábil y directa que nos pueda hacer olvidar el alba oscura que a veces anida en su morada. Gould se la puede tomar a broma para llamar la atención, como ya no le llama la atención esta música imperecedera de tanto escucharla. Mas no es momento de bromas, es momento de pocas alegrías, es momento de sonreír con seriedad.
Este segundo movimiento es suficiente para convertir a este pianista en el genio que interpreta y mejora lo que nunca se le hubiese imaginado al corazón poco malicioso de Mozart.
"Durante cerca de diez años -entre la sonata K.333, de octubre de 1778 y la sonata K.353 fechada en enero de 1778-, Mozart no escribe más que una sola sonata para piano, la en do menor, K.457, compuesta en octubre de 1784". Procede esta sonata, por tanto, de un supuesto periodo de madurez; si es que el arte de un hombre no le nace de lo más inmaduro que todavía porta.
El primer tema se enuncia con opaca sobriedad, en una melodía melancólica que no atesora brillo alguno, pero que se torna alegría borrosa que clarea poco a poco, sin ninguna prisa que quede reflejada en el aire y que nos subraye la angustiosa distancia que se le permite recorrer, desde la égloga viva de Garcilaso hasta el lóbrego final en el que la luz sucumbe en la forma que las cosas presentan.
Gould refrena la velocidad natural de la alegría, reduce el espíritu de Mozart hasta convertirlo a lo contrario; hace aparecer en esta música la duda que Mozart tan solo había atisbado y por ello la convierte, si cabe, en más humana, más hermosa en la caída, también más verdadera por haber sido sustraída.
El ritmo es cuidadoso, el timbre de su piano no necesita presumir la voz cierta que acarrea, nada más relucirá su brillo en un tibio éxtasis, júbilo lánguido que poco se prolonga.
Nos sorprende la cadencia natural de su mano, lo que no es decir nada; la articulación clara de su voz, lo que no es más que hablar bien porque se pronuncia la frase con claridad y se nos descubre diáfano su contenido cuando bien se sabe lo que se quiere decir, es casi una obligación y ha de declararse cuando se conoce; esta evidencia musical le permite a Gould poder expresar lo que nadie hubiera pensado decir, y mucho menos de la mano liviana y poderosa de Mozart. Mozart no es casi nunca un músico ligero, pero de tanto agrado que nos provoca nos lo parece. De estos engaños está el arte lleno. La invención de Mozart es nuestra corona de adviento.
En el minuto 3.07 de la grabación ya no habla el espíritu conservador de Mozart, Gould desciende entonces con el miedo valiente de Orfeo, con una seguridad que lo ciega y protege, que le permite disfrutar de las penumbras del océano. Gould le ha devuelto a Mozart los contornos de su propia figura, se ha vestido la máscara del genio por unos momentos, para olvidar con ella la verguenza que de día nos viene a paralizar.
Las sonatas para piano de Mozart nos parecen obras hermosas, imprescindibles en la literatura para piano si queremos llegar a la obra inmensa de Beethoven. Reflejan el carácter seguro y reluciente del músico sereno, la sinceridad prematura del hombre, las intenciones rectas que han sido puestas en ellas. Y aunque no parecen profundizar en la personalidad íntegra del autor, dejan en evidencia la coherencia moral de quien despierta y enseña a los demás la alegría mayúscula de vivir.
Sin embargo, y como poderosa excepción, Mozart no nos tiene acostumbrados a ningún movimiento como éste, tan poco agradable y tan enigmático, que ahonde en la personalidad y en la duda temblorosa a la que también hubo de sucumbir este músico.

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