viernes, 20 de mayo de 2011

J.S. Bach. Allein Gott in der Höh' BWV 662. Hans Fagius


La partitura para un instrumento solo es el íntimo refugio para el hombre que se inquieta.
La música en el trabajo diario que Bach sonsacó a su violín, violonchelo, clave u órgano pleno, sin acompañamiento alguno, conforma el cuerpo artístico de la más sucinta magnitud que haya imaginado y sentido un hombre.
De todos ellos quizá sea el órgano el menos intimista por la fuerza descomunal que imprime y por el espacio inmenso donde se recrea siempre esta música. Si su resonancia consigue hacernos vibrar el pecho por su intenso registro de timbre afilado, dulce y metálico; ese resoplo colmado de angustia nos esconderá por momentos la vocalización clara de los ligeros pensamientos. Éstos solo pueden emerger desde las sílabas cortas que se apagan rápido para configurar un significado mayor. Un sentido más amplio se puede reconocer en los conjuntos claros del significado que se sirven de lo singular para trascenderlo. El órgano no es el mejor instrumento para acercarse a la escritura vieja que se emborrona en tinta con facilidad.

En este coral la voz travertina de Bach resonará tan cansada como la muerte misma de Maese Pérez en plena misa de difuntos. No suele ser ésta la voz del autor en instrumento semejante, por eso resalta tan lúcida su excepción.
Luz trémula nos regala la música. Pululan juntas en procesión las últimas palabras del Cantor tan debilitadas de vida como plácidas de felicidad. Van tan ligeras cargadas de pesar que inclinan a sus pies lo que les hace de vibrar.
Bach presentía al final de su vida la fragilidad que envolvía a la alegría, trabajaría recostado mientras los últimos latidos de su arte volaban hacia los lugares que siempre le habían silbado en la ceguera. No quiere sumirse más en sí, todo se le ha asentado bien en el corazón. Es durmiente corazón que termina de medrar. Es esta una música satisfecha. Sin la exultante juventud de sus ensoñaciones, pero con la fuerza moral de un anciano que nada tiene que demostrarse.
Está solo y rodeado, como el invitado que avanza seguro hacia la Iglesia, como ha hecho en su vida tantas veces. Esta noche glorificará la cena que ha elaborado con maestría materna y paciencia luterana. La cazuela de su órgano cuece lentamente y ya sólo la escuchan las paredes de su hogar.

Pocos pueden sentarse al órgano delante de esta música sin sentir vergüenza por no merecerla, pues no está reservada para los grandes, si no que ha de servir a los débiles. Hay que ser desgraciadamente débil para entender la otra mitad de las cosas.
Muchos grandes organistas no sabrán encoger a tiempo su orgulloso virtuosismo, lo estropearán de querer engrandecerlo. El órgano ha de soplarse en este momento hacia dentro, nunca hacia el auditorio.
Hans Fagius no podrá hacer otra cosa. La nobleza del músico que lee tan bien estas últimas intenciones de Bach no es todavía lo suficientemente estimada.
Fagius no podrá correr siempre a su lado, pero sabrá muy bien dónde encontrarlo cuando pare agotado a descansar.

El sello Brilliant ha reeditado la grabación de Bis, de modo que la entrada al cónclave es prácticamente libre.

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